lunes, 22 de septiembre de 2008

Parábola de la viña (Salmos 80:8-16)

Ésta es una parábola que explica por qué parece que Dios nos abandona en medio del camino. El salmista trata, en pocas palabras, de decirnos que el Señor ha plantado todo esto, y ahora deja que los ladrones del camino se lleven toda la cosecha.

Es muy sencillo entender este relato. Dios, según el narrador, hizo venir una vid de Egipto (v. 8). Aquí se refiere al pueblo de Israel, en cautiverio por los egipcios, después de que José muriera, y los amos los percibieran como peligrosos para su status quo. Se necesitó a un libertador, Moisés, quien se enfrentó al Faraón y sacó a su pueblo de aquella esclavitud. En tiempos más modernos, Dios nos saca de la esclavitud del pecado por medio de la liberación de Jesucristo. También el redentor se enfrenta a un tipo de faraón, el demonio y sus secuaces. Nos libera dándonos una serie de mandatos para que vivamos en comunión con el Padre. Somos el nuevo pueblo de Dios que tiene enfrente la tarea de salvar el mundo para el Señor.

Después dice que Dios limpió sitio delante de la viña e hizo arraigar sus raíces (v. 9). Añade en ese verso que la viña llenó la tierra. Sabemos por la historia que el cristianismo ha sembrado para cosechar en todas partes del mundo. La palabra de Dios ha recorrido el globo gracias a los múltiples misioneros que se han encargado de ir por el mundo a predicar a Jesús como único salvador. Los siguientes versos expanden esa misma idea y luego comienzan las preguntas del narrador.

Se pregunta el hablante por qué Dios ha permitido que la saqueen los viandantes, o los que pasan por el camino. Dice que tumbó sus vallas. En este caso, entendemos que lo que sucede es que el Pueblo Escogido le da la espalda a Dios y al no seguir los mandamientos, su suerte cambia. Finalmente, el hablante le pide a Dios que vuelva, que mire a su viña, la que su diestra plantó, y que se apiade de ella.

Si aplicamos a nuestra vida esta parábola, podemos ver la viña como nuestro cuerpo y nuestra alma. Dios ha sembrado gracia en nuestros corazones desde que somos pequeños. Del bautismo en adelante, cada día está con nosotros en la eucaristía, en los sacramentos. Muchos de nosotros abandonamos las prácticas espirituales porque las consideramos vacías y sin sentido. Le damos más importancia al mundo, a las cosas que no tienen un resultado de gracia de Dios. Si nos gratificamos, pero de lo que no aprovecha, de lo que Jesús dice que se lo come la polilla. Así que de alguna manera esta parábola nos insta al arrepentimiento, a pedirle a Dios que vuelva a nuestra vida porque lo que Él plantó no se puede perder. Hoy debemos pensar en nuestra vida espiritual, y considerar cómo anda, para dejar que el labrador divino recoja los frutos de lo que ha sembrado.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Parábola del cardo del Líbano (2 Reyes 14:9)

La narración que se da en este fragmento resulta asimismo muy corta. El contexto en el que se produce es el siguiente: Amasías, rey de Judá le pide a Joás, rey de Israel, que se vean cara a cara. Amasías había batido a 10,000 edomitas en el valle de la Sal y parece que se le habían subido los humos a la cabeza por esta victoria. Es entonces cuando Joás le manda a decir este mensaje que se encuentra en la parábola.

El significado de este relato se concentra en la planificación, en el conocimiento de tus fortalezas y debilidades. Amasías no parecía conocer la fuerza de Joás y por eso lo reta. El resultado es obvio, Joás lo apresa, saquea el reino y toma rehenes. La historia nos presenta un punto de reflexión muy encomiable. Jesús, en otra de sus parábolas, habla de que cuando un hombre se va a enfrentar con un enemigo en guerra, debe saber con qué fuerza cuenta el otro, no vaya a ser que sea mucho más poderoso que él y lo derrote. El mismo Cristo aconseja que si el contrincante resulta más fuerte, el hombre mande mensajeros para negociar la paz.

¿Conocemos nosotros en materia de la fe cuáles son nuestros enemigos y cómo podemos enfrentarnos a ellos? Si no lo sabemos, nos derrotarán. La Iglesia, en el catecismo nos dice que los enemigos del alma son tres: el demonio, el mundo y la carne. Casi se podría decir que son uno y el mismo. Satanás es dueño del mundo, y nos tienta diariamente de formas sutiles. Formas que no conocemos a veces y por eso caemos. Si miramos las tentaciones de Cristo, nos daremos cuenta por dónde va la cosa. Lo primero que Satanás le dice a Cristo es que si es el Hijo de Dios le diga a las piedras que se conviertan en pan. Lo ataca por el instinto, en este caso el hambre. ¿Estamos atentos a esos reclamos de nuestra naturaleza humana? Los instintos no son racionales, por lo que los seres humanos somos capaces de neutralizarlos si tomamos las medidas necesarias. Para eso está el ayuno, la mortificación, la penitencia. Si sabemos que alguno de nuestros instintos se desboca más que otro, podemos lograr atarlo con esas tres armas que nos ofrece la espiritualidad. Lo segundo que le dice el Tentador al Maestro es que se tire de un abismo para que los ángeles lo tomen en brazos y no caiga. Es la tentación del reconocimiento. Creer que podemos hacer cosas para que los demás nos admiren. Nos pasa incluso hasta en la Iglesia. Nos apropiamos de espacios de reconocimiento para que la gente piense que somos santos, porque se nos han dado responsabilidades que a otros no se les han encomendado. No nos damos cuenta que son responsabilidades, no méritos ni diplomas de honor. La respuesta a esa tentación proviene de humillarnos. Saber que somos siervos inútiles, como dice la Escritura, y sólo hacemos lo que tenemos que hacer. Buscar que nos reconozcan por cada estupidez que se nos ocurra hacer es simplemente buscar la decepción diariamente. Conozco gente que por obtener reconocimiento, hasta inventa cualidades que no tiene, hazañas que no ha hecho y asociaciones amistosas y familiares que no existen. La tercera tentación es la del poder. Satanás le dice a Jesús que le dará los reinos del mundo si lo adora. La contestación de Jesús es la que debemos poner en práctica: “Al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo darás culto.” Ya hemos hablado antes de los ídolos que adoramos. Creemos que si tenemos puestos de poder el mundo se nos resolverá. Todos los puestos son perecederos, y nadie es eterno en este mundo físico. Hasta Cristo murió, no fue inmortal hasta que no pasó a la Gloria del Padre. El poder se desvanece, y no depende de nosotros. El verdadero poder reside en nuestro interior: “Busquen el Reino de Dios y lo demás vendrá por añadidura” (Mateo 6:33). “El Reino de Dios está dentro de ustedes.”

En lo que atañe al mundo y a la carne, pues están cerca de lo que hemos discutido. El mundo nos atrapa con el materialismo, que se puede simbolizar en la carne. Acumular cosas, mantener relaciones vacías, aferrarnos al pasado, todos son nuestros enemigos. Por eso el hombre y la mujer de Dios deben soltar todas esas amarras: simplificar la vida, escoger las amistades y dejar que lo que pasó pasó. Si entendemos esos principios, el ataque puede ser mucho más débil por parte de nuestro enemigo. Es parte de la logística del Evangelio, de la Escritura entera. En el Antiguo Testamento, los guerreros dependían de Dios para las victorias. ¿Qué nos ha pasado? ¿Somos autosuficientes ahora? La ciencia nos ha hecho creer que podemos subsistir solos, que no necesitamos a Dios porque Dios es un mito. Somos invencibles. Nada de eso ha dado resultado. Por un lado, el progreso ha tenido buenos resultados, pero por otro, al sacar a Dios de nuestras vidas con el pretexto de que está anticuado y de que somos seres pensantes, ha logrado que en muchos casos retrocedamos al nivel mas bajo de nuestra animalidad. Sigamos hacia ese Reino dentro de nosotros, para que nunca el Enemigo pueda jactarse de aburrimiento porque se le hace demasiado fácil hacernos caer. Después de todo, somos hijos del Rey más poderoso del mundo y sus ejércitos de ángeles están siempre pendientes de que nada nos toque ni nos dañe. Ya lo dice la Escritura: “A sus ángeles encargará que te tomen en sus manos para que no tropiece tu pie contra una piedra”(Mateo 4:6), palabra de Dios.

martes, 9 de septiembre de 2008

Parábola del prisionero de guerra (1 Reyes 20: 39-41)

El contexto de esta parábola es muy simple: Acab, rey de Israel, ha recibido una amenaza del rey de Siria, Ben Adad, de que le dé su oro, sus mujeres y sus hijos a cambio de no atacarlo. Acab accede, pero los ancianos le dicen que no lo haga. A esto, Acab obedece y le manda a decir a Ben Adad que no lo hará. Después de esto, un profeta de Dios instruye a Acab para que ataque a Ben Adad. En dos o tres batallas, el rey de Israel derrota al rey sirio, pero le perdona la vida, en desobediencia a Dios que lo ha mandado a matarlo.

Un profeta le hace esta historia que meditamos hoy, y Acab, como hizo David, se sentencia él mismo. Vemos que este relato trae como punto central la desobediencia a Dios. A mi entender, toda la espiritualidad contenida en la Biblia parte de ese presupuesto de obedecer a Dios. Abraham obedeció a Dios cuando éste le dijo que se moviera de su tierra a otra. También le obedeció cuando en un momento dado, Dios le pide algo que parece absurdo, sacrificarle su único hijo. Moisés obedeció a Dios cuando Éste le pide que vaya donde el faraón y le exija que libere a su pueblo. Lo mismo hizo Cristo, hasta el punto de que al borde de que lo crucificaran, le dice a su Padre que le quite el cáliz, pero que no se haga su voluntad, sino la de Dios.

Cada uno de estos personajes vio en su vida la bendición del Padre cuando respondieron a su llamada. Fue el mismo caso de la Virgen, cuando le responde al ángel: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.” No obstante, hay muchos casos en la Biblia que parten de la desobediencia, y esto acarrea unas consecuencias funestas. El primer caso es el de Adán y Eva. Las directrices de Dios son muy claras, “no hagan esto ni esto otro.” Ellos, con su libre albedrío, decidieron otra cosa. Ya sabemos las consecuencias. Moisés dudó del Señor en un momento dado, cuando Yahvé lo manda a tocar la piedra una vez para que salga agua. Moisés la toca dos veces. Cada uno de estos actos implica una desconfianza en la sabiduría inmanente y todopoderosa de Dios. Siempre Dios sabe más que nosotros, y debemos oír su voz para no caer en errores.

¿Cuántas veces habremos desobedecido a Dios? ¿Hemos hecho algo a sabiendas de que no oímos la voz del Padre? ¿Qué consecuencias ha tenido para nuestra vida? Dios se comunica con nosotros a través de los sueños, de las intuiciones, de mensajes que vemos “casualmente” en los periódicos, o en las noticias. Y la mayoría de las veces no hacemos caso. Pensamos que son eso mismo, casualidades. ¿Cuál es la voluntad de Dios para mí hoy? Pidámosle a Dios que nos dé luz en el camino de la vida, para que nunca desoigamos su voz, para que nuestro sendero sea siempre un sendero de luz, de verdad, de un espíritu claro.