martes, 5 de mayo de 2009

Enséñame, ¡oh Dios!, tus caminos, para que ande yo en tu fidelidad y mi corazón únicamente tema tu nombre (Salmos 86: 11)

A veces miramos al cielo y no vemos a Dios. No obstante, su mano está en todas partes, en la naturaleza, en la mano amiga, en el beso del bebé, en los cantos de los pájaros. No lo vemos, pero sabemos que a través de su obra, nos deja su impronta, su mensaje. Y sabemos que está ahí porque nuestro corazón asimismo nos lo dice. Dios nos ha dejado su palabra para que seamos felices. Si hay infelicidad en el mundo, se lo debemos a que no hemos probado los caminos de Dios, no hemos hecho nuestras sus palabras.

Andar en la fidelidad del señor implica morar en sus atrios (Salmo 84:11), implica igualmente ser piadoso de la misma manera que somos fieles. También hay que buscar la paz, la paz que brota del corazón limpio, alabar a Dios diariamente y confiar en sus milagros. Dios es digno de temor, pero no del temor que significa miedo, sino del temor que supera nuestra capacidad de asombro. El temor que nos impele a adorarlo, a siempre cumplir con sus mandatos. Nuestro corazón debe fidelidad sólo a Él, de esa manera Dios nos ungirá con su óleo y seremos como Jesucristo, “sacerdote, rey y profeta.” Nuestra mente debe estar limpia, ya que el Señor conoce nuestros pensamientos, porque nos creó. Los malos pensamientos engendran malas acciones de la misma forma que los buenos logran que encontremos en el prójimo a Dios.

Por eso debemos regocijarnos en las maravillas que hizo el Señor, para darle gloria a su nombre, y vivir por él y para Él eternamente.

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