martes, 25 de septiembre de 2007

Tercer misterio: El nacimiento del Hijo de Dios (Lc. 2: 1-19)

Cuando meditamos este misterio, primero pensamos en ese acontecimiento tan extraordinario que resulta ser. Dios se hace como nosotros. San Pablo, en su carta a los Filipenses, dice: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así actuando como un hombre cualquiera se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (2:5-8). El objetivo es entendernos a los seres humanos. Sometiéndose a nuestra naturaleza, Cristo entiende por lo que pasamos. Eso engendra su infinita misericordia. El autor de la Carta a los Hebreos lo expresa así: “No es nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado” (4:15).

Ese supremo acto de humildad de parte del Dios de la gloria se acompaña asimismo de otros signos. Ya hemos comentado antes el comunicarse con una doncella de un pueblo desconocido. Ahora decide nacer en un pesebre, en un lugar donde ni siquiera puede encontrar asilo y cama para pasar la noche. La Sagrada Familia nos da ese ejemplo. María llevaba en su seno al dueño del universo, al Todopoderoso. Y aun así, tiene que someterse a la humillación de dar a luz en un sitio lleno de vacas, de cabras; un sitio cuya cama es un pajar. Muchas veces nos quejamos de los hospitales, con tanto defecto, con tanta mala atención. Este pasaje en el que nace Jesús nos dice que no importa tu condición, ser humilde paga más, porque Dios se hace cargo de tu vida. No solamente María dio a luz a Jesús en ese lugar, sino que el mismo Señor se encargó que la gente sencilla de Belén lo reconociera. Los ángeles se aparecieron a los pastores. Los pastores están asociados a la historia de la salvación de la misma manera que los ángeles. De algún modo, Abrahán fue un pastor, David fue pastor, y Cristo luego se llama a sí mismo el Buen Pastor. Hoy día llamamos pastores a aquellos que de cierto modo tienen a su cargo el pueblo de Dios.

El ángel se aparece a ellos, y de la misma forma que había advertido a María los advierte de que no deben temer, y les da la noticia. Lo fueron a ver, y todos se maravillaban de los cuentos que hacían los pastores. El evangelio dice que María guardaba todas esas cosas y las meditaba en su corazón.

La escena del nacimiento de Cristo nos ofrece muchas coordenadas para aplicar a nuestra vida cristiana. La primera, por supuesto, es la humildad. Dios nos dice por medio de su Hijo que la primera condición del ser humano consiste en saberse por debajo de Dios, que es su criatura, pero que no obstante, Su propio Hijo ha adquirido nuestra naturaleza para dignificarnos. Nos dice además que siempre está pendiente de nosotros, que a pesar de las condiciones en las que vivamos, el Señor velará como veló por su propio Hijo. Nos protegerá, nos enviará a sus ángeles.

Asimismo, este misterio nos dice que esa pobreza, si la compartimos con el prójimo, hará nacer a Dios en nosotros. Cristo proclama bienaventurados a los pobres, y dice que de ellos es el Reino de los Cielos. Y Él lo sabe de primera mano, porque nació pobre, y después les dice a sus discípulos, “que el Hijo del hombre no tiene dónde reposar la cabeza.” Asegurémonos de vivir la bienaventuranza de la pobreza: no nos aferremos a cosas como la comodidad, el bienestar lujoso, el exceso de dinero. No seamos avaros con los que necesitan. Como dijo Jesús, “al que te pide, dale.” Y así Dios nos considerará, como dice el Evangelio que meditamos, que somos “hombres de buena voluntad.”

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