miércoles, 3 de octubre de 2007

Cuarto misterio: La presentación del Niño en el templo (Lc 2:22-39)

Cuando meditamos en este misterio, pensamos en cuando bautizamos a nuestros hijos. Nuestra intención es consagrarlos al Señor, porque de alguna manera así los protegemos del mal, y agradecemos a Dios todas las cosas buenas que nos da. María y José presentan al Niño y ofrecen dos tórtolas, signo de que no podían ofrecer nada más. No obstante, ¿qué más podían ofrecer si le han ofrecido a Dios su propio Hijo? Esto me hace pensar en que muchos padres y madres se molestan con sus hijos e hijas porque deciden dedicar sus vidas a Dios. He visto esto en familias que se dicen cristianas y que se pasan media vida en la iglesia. Tan pronto alguno de sus hijos decide convertirse en sacerdote o religiosa, comienzan las peleas. Y todo se debe a que creen que no van a tener nietos o nietas, o porque pierden a sus hijos. Todo lo contrario, cuando damos a Dios lo mejor de nosotros, en este caso nuestra propia carne y sangre, Dios nos devolverá mucho más, porque hemos confiado en Él. Fue lo que le pasó a Job. Job lo perdió todo, incluso a sus hijos, pero el Señor se encargó de que tuviera el doble de lo que había perdido, por su fe.

María se enteró allí de que su Hijo sería una bandera de contradicción. Se enteró de que una espada atravesaría su corazón. ¿Cuántas veces no nos pasa a los padres y madres que un hijo nos da un gran dolor? Creo que siempre. Ser padres y madres implica una gran responsabilidad, un gran amor. Todo lo que les suceda a nuestros hijos nos duele a nosotros. ¿No hemos sufrido cuando un hijo se enferma? ¿O cuando está triste porque ha sacado una mala nota, o su novio/a lo/a ha dejado? María tuvo que tener estos sucesos en su vida. En la película de Mel Gibson, “La pasión del Cristo” hay una escena cuando María se encuentra con Jesús camino del Calvario. Ella le acaricia la cara, y piensa cómo cuando Él era pequeño ella lo levantaba cuando se caía y le curaba sus pequeñas heridas. También vemos otra escena cuando Jesús acaba de terminar una mesa y ambos bromean, charlan y ríen. Nuestros hijos e hijas son el amor de nuestras vidas, los queremos por encima de todo, pero pueden darnos algunas tristezas. La de María fue suprema porque fue entregar al hijo de sus entrañas por la salvación del mundo. En eso la Virgen se pone por encima de Abraham, a quien Dios le pidió a Isaac en sacrificio, pero después desistió porque se dio cuenta de cuánto el patriarca amaba a Dios.

Tanto Simeón como Ana la profetisa dan testimonio de que han conocido al Mesías. Ese niñito que han traído al templo es el Hijo de Dios, el salvador prometido del mundo. Al igual que con los pastores, Dios se lo revela. Simeón, según la Escritura, era un hombre “justo.” Y por eso vio a Dios. Ana pasaba sus días en el templo, con ayunos y oraciones, y vio a Dios. En este sentido, se confirma lo que decíamos en el misterio de la Anunciación, que hallaremos gracia ante los ojos de Dios si cumplimos con sus mandamientos. A esto se añade que debemos mantener una comunicación perenne con Nuestro Señor, y mortificarnos privándonos de vez en cuando de cosas que nos gustan.

Este misterio es rico en lecciones para nuestra vida diaria. Pensemos en él con gran calma, y muchos de los incidentes más tristes de nuestra existencia tendrán sentido si entendemos que los seres más justos sufren sólo por darse a otros.

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