jueves, 24 de julio de 2008

Parábola de las vestiduras (1 Reyes 11:30-32)

Ésta es otra parábola que hacen los profetas para denunciar y predecir lo que pasará en el reino. Las figuras importantes de este relato son, por un parte, Salomón, el hijo de David que heredó el reino y que escribió obras tan importantes como los Proverbios, y Jeroboam, quien le disputó el reino a causa de lo que hacía Salomón. Por otra parte, está el profeta Ajías, que es quien narra la parábola a Jeroboam.

Todo esto se da porque Salomón se ha ido despegando de Dios y ha dejado que en el reino se adore a los dioses paganos Astarté, Kemós y Milkom. Al principio, Salomón, quien se casó con mujeres que no compartían su fe, se resistió a que ellas adoraran los dioses, después lo toleró, y permitió que se esparciera esa creencia en los otros dioses, y después lo racionalizó. Dejó que esto sucediera, por no contradecir a sus esposas. Con esta práctica, poco a poco se alejó de Yahvé, hasta el punto que ya el reino entero pertenecía como quien dice a Baal, que era la deidad suprema de aquellos extranjeros que se habían apoderado del entorno.

Dios, entonces, a través de Ajías, le predice a Salomón lo que pasará. Diez de las tribus pasarán a manos de Jeroboam, y a él sólo le quedará una, por amor a David, quien había sido fiel a los estatutos de la ley de Dios.

El alejamiento de Salomón no había sido de un día para otro. Fue algo paulatino. Salomón se hizo de la vista larga en un pecado que no atendió bien. Dejó que se fuera extendiendo esa adoración a un dios extraño y su vida cambió radicalmente.

A nosotros nos pasa eso con frecuencia. No atendemos a pecados que están en nuestra vida, los dejamos pasar pensando que no es nada lo que hacemos. Como Salomón, racionalizamos que no somos gente mala, que no robamos, que no matamos, pero no vemos lo que pasa ante nuestros ojos. Los dioses extraños hoy día no son ésos del Antiguo Testamento. No nos arrodillamos ante imágenes de pájaros, o de vacas, o de becerros. Pero nos arrodillamos ante otras imágenes mucho más peligrosas.

La primera imagen es el dinero. "Poderoso caballero es don Dinero," decía el gran poeta Francisco de Quevedo. ¿Cuánto no hacemos por amor al dinero? La gente mata, se prostituye, engaña, por tener un poco más de dinero. La amistad se troncha a la hora de perder un poco de eso diosecito. Muchos profesionales no rinden sus servicios a gente pobre porque no les pueden pagar. Hacemos guerras con el pretexto de salvar naciones cuando lo que está de por medio es el petróleo, y con ello, la riqueza.

Con esta imagen se da otra asimismo: la posesión de bienes materiales. En su alocución en Sydney, Australia, a la juventud, el papa Benedicto XVI decía que ése era uno de los grandes males de estos dos últimos siglos. Hoy día la gente mide su status social por las posesiones: si tienes un auto caro, un celular, un bluetooth, ropa de marca. He visto estudiantes que pagan una mensualidad de un celular pero no quieren pagar por un libro.

La otra imagen es la comodidad. No queremos salir de ese bienestar en el que estamos. Para nosotros, todo lo que nos saque de nuestro límite de comodidad, es un fastidio. Por eso no queremos predicar, no queremos hacer obras de caridad, porque retan nuestro bienestar físico.

Más allá de todos estos, está el excesivo cuidado de nuestra apariencia personal. La gente no quiere ayunar cuando la Iglesia lo manda, pero llevan dietas incluso hasta peligrosas para la salud, por verse bien. Algunos, ni siquiera para estar saludables, sino para lucir una buena figura.

Dios ha ido pasando de moda. El pueblo de Dios ya no es tal, es el pueblo del consumismo, del bienestar, de la libertad, y hasta del libertinaje. Debemos darle a Dios su lugar en nuestro mundo. El primer lugar, como lo exige el mandamiento. Todo lo demás, vendrá, como dice Jesús, por añadidura. Veamos cómo está nuestra alma, qué pecados hay que nos alejan de la majestad divina. Cortemos con eso, y no dejemos que después Dios le reparta a otro diez pedazos de nuestro traje roto, para quedarnos solamente con un paño que no nos da para vivir.

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