jueves, 18 de octubre de 2007

Cuarto misterio doloroso: Jesús carga con la cruz (Mt 27:27-34; Mc 15:16-21; Juan 19: 2-5)

El camino de la cruz es digno de meditarse muy por extenso, y con mucha profundidad. Es lo que hacemos cuando leemos el Via Crucis durante la Cuaresma. También lo meditamos el Domingo de Ramos y el Viernes Santo. Jesús es enjuiciado con testigos falsos y obligado a decir cosas que Él no hubiera dicho si no se lo preguntan. Como decimos modernamente, le fabricaron un caso. No tenían nada contra Él, el mismo Pilatos así lo atestigua. Los fariseos y los doctores de la Ley inventaron aquello de que Él se proclamaba rey, y que no tenían nada más que a César por rey. ¿Se quiere mayor desfachatez que ésta? El pueblo judío había esperado por siglos a un mesías que lo liberara del yugo de Roma. Su esperanza era ésa. Jesús no se acomodaba a esa imagen.

Luego lo azotan y se burlan de Él. Le ponen la corona de espinas y lo llevan a crucificar. En el camino se cae tres veces, pero se levanta a latigazos. Se encuentra en el camino con las mujeres que lloran. Y les dice que no lloren por Él, sino más bien por ellas y por sus hijos. Lo que significa esta sentencia de Jesús es que si no se respeta la autoridad mayor, y les damos ejemplos a nuestros hijos e hijas, ¿qué podemos esperar?

Según la tradición, es en este camino cuando Jesús también encuentra a la Verónica, quien limpia su cara y a quien Jesús le deja impresa su imagen en el paño. Este paño se dice que está en el Vaticano, pero nunca se habla de él. No es como el manto de Turín, del cual se han hecho muchos estudios. Algunos estudiosos alegan que esto puede ser una leyenda, pues el nombre de Verónica guarda un símbolo: según ellos, significa “verdadera imagen” (veron ikon). Así que puede ser parte de una tradición, y no necesariamente un hecho verídico. Lo que sí nos dice es que Jesús nos deja su imagen para que le recordemos. Es lo mismo, de cierta manera, que hizo con la Eucaristía.

Más adelante se encuentra con su Madre. María ha tenido que soportar este espectáculo público que los romanos y los judíos han montado, todo por una cuestión política en el fondo: los romanos tenían miedo de una revuelta, tanto por parte de Jesús primero, como de los judíos, si no lo crucificaban. Sabemos que Jesús no había hecho nada más que bien: curó enfermos, multiplicó los panes, resucitó muertos. Sin embargo, era ese mismo poder el que ellos temían. “No encuentro ningún mal en este hombre,” había dicho Pilatos, a quien su esposa ya le había advertido. Por eso se lava las manos. No obstante, esta actitud no lo salva. Debemos aprender que cuando algo está mal, lavarnos las manos no basta con zapatearnos de la situación. Hay que hacer algo positivo. Pilatos pudo haberlo soltado, ya se lo habían dicho, y él mismo no hallaba ninguna culpa. Los cristianos somos así a veces. Dejamos que las cosas malas pasen y no tomamos acción. No tenemos que ser héroes y heroínas. Basta con pequeñas cosas. La oración es eficaz, así que pongamos en agenda todo aquello que necesite reparación, por terrible o imposible que parezca.

María tiene que sufrir este espectáculo porque sabía que ahí estaba la salvación del mundo. No discutía Ella con el Padre, Su propio Hijo no lo había hecho. Siempre fue fiel a la palabra de Dios, pero nunca abandonó a su vástago. Lo protegió cuanto pudo, pero al fin y al cabo, Él era el Maestro, el salvador del mundo. Él mismo había escogido ese camino cuando se encarnó. Imitemos a María en su obediencia a la palabra del Señor.

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