viernes, 12 de octubre de 2007

Quinto misterio luminoso: La institución de la Eucaristía (Mt 26:26-29; Mc 14:22-25; Lc 22:19-20)


Este momento se cuenta, como vemos, en tres de los Evangelios, los llamados sinópticos. La escena es sencilla, Cristo comparte con sus discípulos la última noche antes de padecer. Ya se la ha anunciado varias veces durante su caminar: será entregado en manos de pecadores, lo condenarán a muerte, y luego resucitará al tercer día. Los apóstoles no entendieron aquel mensaje. Era obvio que esperaban a un mesías político, o guerrero. No concebían en su mente la posibilidad de que aquel ser tan poderoso, que podía curar a los enfermos, dar de comer a las multitudes, resucitar muertos, fuera a morir a manos de una serie de gente que ni siquiera entendía su mensaje. Nosotros no somos tan diferentes de los apóstoles. Me parece que a veces para nosotros también Cristo es un personaje de una historia, no el Dios real que puede salvarnos. Por lo menos los apóstoles sabían de su poder, lo habían atestiguado. Ahora el Maestro les decía que tenía que morir.

Todo se dispone, y esa noche, casi vemos la liturgia abrirse ante nuestros ojos. Cantaron salmos, Cristo les explicó lo que estaba haciendo, y partieron el pan. Las palabras de Jesús son las mismas que repetimos cada domingo en la misa: "Tomad y comed, éste es mi cuerpo. Tomad y bebed, ésta es mi sangre. Sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y todos los seres humanos para el perdón de los pecados. Haced esto en memoria mía." En cada misa, el sacrificio de Cristo se repite, como si nos encontráramos en ese momento. Ya no es cruento, no se derrama sangre, pero para Dios Padre, ésa es la señal para no destruir al mundo. Es la señal de que su Hijo pagó por este mundo para que se salvara. El secreto de la Eucaristía está en que es el cuerpo real de Cristo, junto con su sangre, como un cuerpo cualquiera. Y así paga siempre por nuestros pecados. La eucaristía es al alma lo que la comida es al cuerpo: es nuestro alimento espiritual. Si lo hacemos cada día y recordamos esa escena, Cristo se interna en nosotros para darnos la salud del alma, lo mismo que pasa con los alimentos. Ya dijimos que fue una de las dos locuras del Señor. Se quedó entre nosotros, es el pan nuestro de cada día. Jesús no nos abandonó, como les pareció en primera instancia a los discípulos. Se quedó para siempre entre nosotros de una manera concreta. El Santísimo Sacramento del Altar está ahí para que lo vayamos a visitar diariamente. Una visita diaria nos da la fuerza para continuar el día, nos aclara la mente y el alma, nos ayuda a visualizar los problemas de una manera diferente. Hasta nos auxilia en nuestros proyectos cotidianos.

Ese pan que Jesús convirtió en su cuerpo ha hecho innumerables milagros. Tantos que no se pueden contar. Se dice de santos que sólo se han mantenido con la eucaristía por toda la vida desde que decidieron abandonar el mundo. En Francia, en el siglo XIII, mientras decían la misa, el pan se convirtió en un pedazo de carne, y en ella apareció la cara de Jesús. Alguien, asombrado, fue y le dijo al rey, San Luis IX, "su majestad, Cristo se ha aparecido en la comunión." Y el rey santo respondió; "Pues bien, que vayan y vean los que no creen." Hace algunos años, en mi parroquia pasó algo también. Habían desahuciado a una persona por una enfermedad del corazón. Un día, éste le pidió al sacerdote entrar al Santísimo a hablar con Él. El sacerdote lo dejó entrar, y allí estuvo dos horas. Todavía sigue vivo, y va a misa todos los domingos. Tenemos que saber que la Eucaristía es el centro de la vida del cristiano. Hay que honrarlo en el Santísimo, celebrar con Él su locura de amor.

Después de haber instituido este sacramento de amor, el Maestro se somete a la humillación de la Cruz. Amor y perdón, los ejes del cristianismo.

Pensemos cada día en este acontecimiento. Vayamos a darle gracias a Jesús por acordarse de concretarnos su amor. Visitémoslo, para que Él sepa que lo amamos, y que agradecemos su misericordioso acto. Sólo así podremos decir, cuando Él entre en nosotros, "no soy yo, es Cristo quien vive en mí."

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