jueves, 11 de octubre de 2007

Cuarto misterio luminoso: La transfiguración del Señor (Lc 9:35)

El evangelio de la transfiguración nos impacta por su contundencia y por su revelación gloriosa. Jesús nos lleva con Él, al igual que hizo con Pedro, Juan y Santiago. Esta compañía que Jesús elige me comunica que de alguna forma el Señor también nos separa de la multitud por alguna razón. Eso es lo que me hace pensar que la jerarquía en la Iglesia tiene sentido. De 72 discípulos, Jesús elige doce, y de esos doce, los que siempre lo acompañan, son tres. Me propongo esto como una amistad. En nuestra vida existen demasiadas personas como para contarlas, parientes, amigos, conocidos, compañeros de trabajo, etc. No elegimos como compañía a todos. Separamos a una gente por su importancia en nuestro caminar por este mundo. Cristo sabía que su iglesia (comunidad, en griego) necesitaría unos guías. En el momento de la multiplicación de los panes y los peces, el evangelista dice que Jesús se apiadó de la gente porque estaban como “ovejas sin pastor.” ¿Qué debemos hacer para estar al lado del Maestro siempre? Ya lo hemos visto a través de esta meditación del Rosario: tener fe, orar, seguir los mandamientos, perseverar, ser caritativos. Probablemente esas prácticas nos asegurarán que Cristo se transforme ante nosotros, como hizo con Pedro, Juan y Santiago.

Cristo se transforma mientras ora. Este fenómeno es común también en los santos. No que se transformen como pasó con el Señor, pero sí que cuando la oración es profunda, sufren un cambio tanto espiritual como físico. Se dice que San Martín de Porres levitaba mientras oraba. Santa Teresa de Jesús caía en un estado místico de arrobamiento que le permitía ver y sentir la pasión del Señor. Lo mismo sucedía con San José de Cupertino: se levantaba del suelo en el momento de la oración. ¿Es nuestras oración tan efectiva que logra que pasemos por esa clase de transformación, o sólo nos limitamos a rezar mecánicamente las devociones que hemos aprendido toda la vida, sin darle siquiera pensamiento a lo que estamos haciendo? ¿Conversamos con Dios, y lo miramos cara a cara como Moisés, o pensamos siempre que no somos dignos de ni siquiera hablarle?

El que se le vuelva tan blanco el vestido a Jesús nos comunica que la oración también logra que nuestros pecados se disuelvan. La oración es el salvoconducto de la fe. A la vez que oramos esas palabras que pronunciamos entran en nuestro espíritu y poco a poco lo transforman, lo limpian, lo asocian con la divinidad y permiten el libre flujo de la gracia por nosotros. De ahí que quienes se aparecen sean Moisés y Elías, representantes de lo más excelso de las creencias de los judíos: la Ley y los Profetas. ¿Qué implicará esta aparición? La oración nos da la fuerza para cumplir con los mandamientos y nos deja meditar sobre las enseñanzas de los profetas que tenemos en nuestro tiempo. Y si creemos que no hay profetas, nada más tenemos que mirar a nuestro alrededor y fijarnos en las grandes héroes de la fe: Juan Pablo II, la Madre Teresa de Calcuta, Martin Luther King, Carlos Manuel Rodríguez. Además de estos portentos, existen escritores religiosos que con su palabra aleccionadora nos sirven de profetas: Carlos Vallés, Henry Nowen, Anthony de Mello. Hoy día también los libros del papa Benedicto XVI nos enseñan cuestiones importantes sobre la fe.

Los tres apóstoles atestiguan esta transformación de Jesús, que avala su divinidad, y también ven a sus dos acompañantes. Nuestros ojos de la fe deben entrenarse para ver la gloria de Dios. La mejor forma lo supone la compañía constante del Maestro. Poco a poco hemos aprendido qué debemos practicar para que Jesús permanezca en nuestro espíritu: la oración, la caridad, el perdón. Otra costumbre que hay que cultivar es la visita frecuente al Santísimo Sacramento del altar. Nuestro Señor cometió dos locuras antes de partir nuevamente para el cielo: la eucaristía y la cruz. Se quedó con nosotros para acompañarnos. De manera que también nos toca acompañarlo a Él. Esa visita diaria o semanal se hace necesaria para cultivar la amistad de Dios. Nos dará la visión que se requiere para pasar a esa dimensión donde veremos la Gloria de Dios.

Finalmente la admonición de Dios de que Éste es su Hijo y hay que escucharlo, no puede caer en saco roto. María nos dijo: “Haced lo que Él os diga,” y hoy el Padre nos dice: “Escuchadle.” Jesús nos dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida.” ¿Hay otras directrices para salvarse? Ahí están todas. Cuando todo eso pase, quedaremos como Pedro: “Que bien se está aquí, Maestro.” Y como él, no querremos salir de ese arrobamiento, porque probar la Gloria aquí nos fortalecerá para pasar cualquier prueba.

“Por aquellos días, no contaron nada de lo que habían visto,” termina este pasaje. Pero lo contaron. Lo sabemos porque nos hemos enterado. Lo sabemos porque los discípulos dieron testimonio de haber estado con el Señor de los Señores, el Elohim del AT, el Creador del Universo, la Palabra de Dios hecha carne. Lo sabemos porque su miedo se disipó, porque no se quedaron en el Monte Tabor viendo la figura transformada de Cristo, porque no se quedaron mirando al cielo después de la Ascensión. Lo sabemos porque anunciaron a los cuatro vientos que Cristo es el Señor, para Gloria de Dios Padre. ¿No debemos hacer nosotros lo mismo? Que la transfiguración del Señor sea aliciente para nuestro apostolado, como lo fue para Pedro, Juan y Santiago.

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